¡Adiós, Luis Fernando! ¡Felicidades, Imelda!

Conocí a Imelda Cardoso en 2005, siendo ella asistente de Carlos Pueblito Sánchez Ferruzca. Empatizamos pronto y, pese a la diferencia de edades, comenzamos a forjar una amistad que permanece hasta la fecha. Ella sabe varias cosas de mi vida y yo de la de ella, por la decisión de ambos en confiar en el otro.

A Luis Fernando lo conocí en septiembre de 2006, cuando lo entrevisté para la edición impresa de El Canto de los Grillos porque tenía él la pretensión de ser el nuevo dirigente de lo que entonces era el Frente Juvenil Revolucionario (FJR) del PRI. Nunca antes lo había visto. Y a mí me llamó fuertemente la atención la vehemencia con la que se expresaba de este instituto político que en ese tiempo parecía en decadencia: en el estado y el país no gobernaba, y en San Juan del Río acaba de ser vapuleado en las recientes elecciones.

¿Cómo en ese tiempo un joven podía creer en el PRI? Y ahí él me dio la primera señal del inconmensurable amor que siempre le tuvo a su madre, Imelda: “fui adoptando los postulados tricolores, mi madre me los enseñó”.

Después de la entrevista, en plática informal, me dijo: “Yo soy hijo de Imelda, ella siempre me habla muy bien de ti”. Y comenzó una amistad que, aunque no fue cercana, siempre fue de cordialidad, cariño y respeto. Y cuando nos encontrábamos, ya fuera en la fiesta, en evento formal o casualmente en la calle, por encima de sus ideales políticos y pasión profesional, siempre salía a relucir su mayor pasión, su madre.

Recuerdo que en una ocasión, en mi fiesta de cumpleaños de 2010 o 2012, asistieron tanto Imelda como Luis Fernando y me dijo él delante de ella, bromeando claro: “Tienes muchos invitados, alguno debe ser soltero, tráele uno a mi mamá para que la haga su novia y ya se le quite la neurosis”. “¿Le traigo un viejito, Imelda?”, le pregunté. “Par de cabrones, si van a andar de alcahuetes, consíganme uno joven”, reviró ella.

Pero Luis Fernando no bromeaba del todo; alguna vez me dijo: “Mi madre nos dio su vida y ya no somos niños; nada me daría más gusto que verla feliz con un hombre a su lado, ella se lo merece”. Claro que la amaba.

Hace unos meses, Imelda me invitó a un convivio en casa de unos amigos. Le pregunté por Luis. Me dijo ella que andaba con mucho trabajo, de aquí para allá. “Un día de estos se casa”, le dije. “Mmmm, no quiere, él dice que está muy joven, que primero quiere vivir, viajar disfrutar y consolidar su carrera”. Cuando nos despedimos, llevé a Imelda a su casa y me dijo que el día de su cumpleaños a lo mejor hacía algo ahí, y que de ser así, quería que yo estuviera presente y que nos tomáramos una botella de tequila (aunque ella no tomaba).

A Luis Fernando lo vi el sábado 2 de abril en la fiesta por el bautizo del hijo de Juan Héctor Muñoz y me dijo que planeaba hacerle un convivio a su madre el día de su cumpleaños, ya fuera en su casa o en otra parte, y que quería que yo estuviera presente, que a ella le daría mucho gusto.

Hoy es el cumpleaños de Imelda. Seguramente el más triste.
La ley de la vida precisa que los hijos deben enterrar a los padres, pero como en toda ley, hay excepciones.

Sin embargo, y sin pretender ser improcedente, ¡felicidades, Imelda! Felicidades no por tu cumpleaños. Felicidades por haber traído a este mundo a un gran hombre, maravilloso hijo y excelente ser humano. Felicidades porque eso se mama y lo mamó de su madre. Tan es así que has decidido donar sus órganos para que siga dando vida. Él vivió, disfrutó y trabajó.

¡Adiós, Luis! Siempre tuviste razón.

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