Son casi las 4 de la mañana. Yo no preveía esto. Dicharacheramente dicen que las cosas pasan por algo. Y aunque la filosofía nunca me ha disgustado, la metafísica no es parte de mis deslumbramientos. Neta que yo ya me iba a dormir…
La mayoría de quienes me conocen saben de mis preferencias, no por la izquierda, sino por una ideología social, en beneficio de los que menos tienen (obviamente yo incluido), pero sin ser un apologista a ultranza, ni pretender serlo en un futuro… y desde 2006 siempre he creído y, por ende, he votado por Andrés Manuel López Obrador. Y, como es de muchos sabido, visto y vivido, fui testigo de sus “derrotas”.
Quizá no va a cuento decirlo, y ni es importante o trascendental. Pero se los digo porque lo que viene después lo justifica y es lo que me motivó a escribir esto que, agradezco que lo lean, lo necesitaba: cuando tuve la boleta frente a mí, me pasó lo mismo que en 2000. Yo vivía y estaba en el zócalo de Acapulco, lugar donde nací (tras ocho años de vivir y amar a Querétaro), formado para ejercer mi derecho cívico de votar; fueron tres horas. Y tuve tres opciones: Fox, Labastida y Cárdenas… Frente a la boleta, me tembló la mano, yo iba a votar por Vicente, juro que lo iba a hacer, me decidí a hacerlo, el lápiz lo puse en su recuadro; Cuauhtémoc no iba a ganar, Pancho menos. No pude. Mis “tontos” principios e ideales de jovenzuelo hicieron saltar mis dedos para sufragar por Cárdenas.
Tras ello, me fui caminando lentamente por la Costera hacia el periódico Novedades, sintiendo que había hecho lo correcto conmigo, pero no hacia los demás… De hecho, como en película de Gavaldón, en un tramo de 3 kilómetros, me sentí peor que el doctor Alberto Robles en “El rebozo de la soledad”.
Cuando en el periódico escuchamos el triunfo de Fox, casi todos brincaron, gritaron… yo me sentí aliviado… mi “traición” no influyó y solo fruncí mi ceño y mis adentros escucharon “vamos a estar mejor”. No fue así.
Obviaré 2006 y 2012, años en los que voté por Andrés Manuel.
El pasado domingo, por cuestiones personales tenía que estar a las 10 de la mañana en Querétaro capital, pero yo tenía, sentía una necesidad imperiosa de votar. Me desperté muy temprano y acudí a mi casilla antes de las 8 de la mañana, pero no abría; a las 8:20 me retiré. Pese a mi profanidad, al tomar carretera, pedí al Supremo “si es tu voluntad, dame la oportunidad de regresar para votar”. Juro que así fue.
Regresé y a las 13:14 horas yo estaba en mi casilla como en 2000, con mi mano temblando. La seguridad que tuve durante meses y años, se estaba resquebrajando. ¿Y si no era lo mejor? ¿Y si me volvía a “equivocar”? ¿Y si se la robaban? Mi mano se posó en el recuadro de Anaya. Juro que estuve a punto de hacerlo. MIs dedos volvieron a saltar, y en menos de un segundo, con convicción, puse esa equis por López Obrador. Doblé en cuatro la boleta, cuando la iba a depositar, profano como soy pero inmensamente creyente y con un amor inconmensurable por la Patria, me susurré “que sea por el bien de México y por el descanso de quienes en estos meses fueron sacrificados”.
Y a diferencia de 18 años antes, salí henchido, sin preocuparme por si ganaría, por si le reconocerían, por si se la robarían, sino con el sosiego en el corazón por realizar por convicción un pequeño servicio a mi Patria tan lastimada.
¿Y a qué viene todo este rollo?, preguntarás, estimado único lector. Pues que, hace unas horas me dieron ganas de leer a Jaime Sabines, y al sacar el libro se cayó otro al piso y fue en la página de la imagen. Dicho ejemplar me lo regaló otro hombre ejemplar: don Julián Álvarez Cervantes, icono de la radio y el periodismo sanjuanense y queretano, en un cumpleaños. No me lo obsequió nuevo, sino usado, con notas a pie de página y dedicatoria.
Se llama Palabras Mayores, de Luis Spota; libro que yo ya había leído a los 14 años, incluso antes de Casi el Paraíso, ejemplares que, dicho sea de paso, yo compraba al ahorrar dos pesos diarios cuando iba a la escuela. Y del cual tomó el nombre para su columna (Palabras Mayores) un gran columnista guerrerense, Jaime Romero Rendón.
El libro cayó, y al levantarlo, leí: “No busco dinero, señor Ministro; créame. Tal vez le parezca extraña mi actitud y piense que el dinero me sobra o que me agradaría un cargo y un sueldo mejores que los que tengo…”.
Cursi como soy y sensible como ando, acaricié y olí, y sigo oliendo y acariciando este viejo libro que me regaló ese gran hombre, ese gran periodista, ese gran ser humano, que un día me dijo “yo ya no quería escribir, pero ahora te pido la oportunidad de escribir para El Canto de los Grillos”; “la oportunidad y el privilegio son míos”, le respondí… Ese hombre que, cuando me regaló el libro me dijo “léelo y reléelo, a ti que te apasiona la política”. Hasta ahora lo voy a releer… Ese hombre que un día me dijo “estoy cansado y ya no tengo ganas de escribir”; “no tiene por qué hacerlo, solo viva”, le dije… Ese hombre que cuando le pidieron escribir para otro medio, dijo: “si lo vuelvo a hacer, sería para Benítez”.
Ese hombre, que con una inmensa fortuna económica, circulaba por San Juan del Río en una bicicleta con su guayabera azul, y muchos no sospechaban de su riqueza, de su agudeza intelectual y de su gran capacidad de crítica, fue mi amigo.
Y en una ocasión, en una bohemia (léase borrachera), hablando de política, literatura y poesía… y de López Obrador, me dijo “yo soy producto de este sistema, y este sistema nunca lo va dejar llegar, esto está podrido; ojalá tú lo veas, ojalá tú lo vivas; yo no, y no lo creo; pero ojalá, te lo deseo de corazón; si yo lo viera, sería feliz”.
No sé si su hijo Hugol Álvarez lea esto alguna vez, y aunque yo me resisto a las superfluidades, quizás el espíritu de su padre tiró el libro para recordarme que él está viendo con mis ojos, y yo me estoy imaginado que él está feliz pedaleando y timbrando su bicicleta. ¡Qué pinche locura! Pero como escribió Sabines: “Yo no lo sé de cierto… lo supongo”.
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